Comentario
En la etapa final de su vida, Kruschev puede ser descrito como un anciano impaciente e irritable que permanecía largas temporadas fuera de Moscú y que acostumbraba en exceso a sorprender al resto de los dirigentes soviéticos con periódicas decisiones, siempre poco consistentes y poco meditadas. En una de esas ausencias, mientras en octubre de 1964 disfrutaba en Pitsunda (Crimea) de dos semanas de vacaciones, la práctica totalidad del Presidium decidió su sustitución. Con él estaba Mikoyan, quizás su amigo más íntimo, del que no existe siquiera la seguridad de que le apoyara, al igual que sucedía con otro colaborador muy estrecho, Shelepin.
Todo el resto de la dirección se manifestó en su contra. La ofensiva fue dirigida por Suslov, el principal ideólogo del partido, que en los años precedentes había mantenido una actitud reformista alineada con Kruschev. Breznev, que estaba destinado a sustituirle, no parece haber jugado un papel especialmente importante en la conspiración, porque era una creación del propio Kruschev, que había pensado en él para sucederle, carecía de capacidad de iniciativa, preparación y de brillantez y, en el fondo, quizá hubiera preferido que el cambio se limitara a que Kruschev perdiera solamente una parte de sus poderes.
Toda su carrera posterior se basó en el reparto de prebendas y favores al resto de los miembros de la dirección soviética, mientras que no tuvo nunca una política dirigida contra los fenómenos de corrupción o de manifiesta ilegalidad que aparecían de forma creciente en la política soviética. De entre los dirigentes soviéticos de entonces, Shelepin, uno de los más brillantes, trató de ser su rival, pero nada consiguió. Lo que le interesaba a la clase dirigente soviética era simplemente una persona que representara su voluntad de dirección colectiva y muy conservadora en la práctica diaria.
Las acusaciones que contra Kruschev se vertieron no carecían de una parte de razón. Había erigido un culto a la personalidad en su beneficio, había cometido errores graves en la dirección de la política económica, tomó decisiones demasiado rápidas e improvisadas y obró con manifiesta falta de prudencia en muchos casos. Al destituirlo, sus compañeros de dirección se hicieron una promesa que acabaron incumpliendo, la de que nunca unirían en una misma persona los cargos de secretario general y primer ministro. Este deseo resulta, no obstante, muy expresivo de su voluntad de evitar en adelante un exceso de concentración de poder.
Siguiendo con las pautas que él mismo había establecido a partir de la ejecución de Beria, Kruschev no fue un perseguido, pero vivió el resto de sus días en una vivienda modesta, con temor a que se produjera una nueva exaltación de la figura de Stalin que él mismo había contribuido a derribar ante sus compatriotas. En el retiro, del que se dijo que era por motivos de salud, tuvo que dictar sus memorias a escondidas, eludiendo la observación policiaca a la que era sometido. Su contenido irritó a sus sucesores y él mismo no llegó a entender cómo habían sido publicadas en el extranjero, lo que se debió a sus parientes más cercanos.
Evitó en ellas aquella parte que podía ser más espinosa para los gobernantes soviéticos, es decir, la evolución de la política interna a partir de finales de los cincuenta. Documento histórico inapreciable para llegar a entender la vida política interna en el régimen soviético, estas memorias son también los recuerdos de quien demuestra espontaneidad y sinceridad infrecuente en la clase dirigente de la URSS. En una época posterior, cuando ya se llegaba a la democracia, la familia de Kruschev publicó otro tomo de memorias en que narró su decisión de enviar misiles a Cuba por iniciativa propia y no de Castro.
Un balance de la etapa de Kruschev debe partir de que, a diferencia de su antecesor, no tuvo nunca todo el poder en sus manos: en este sentido una gran parte de su acción de gobierno se explica por la presión de las circunstancias o por pactos con el resto de los dirigentes soviéticos. Gran trabajador, Kruschev fue también un hábil táctico y en cierta medida puede decirse que fue capaz de inaugurar un tipo de liderazgo, muy distinto de la dictadura por terror de Stalin, basado en el consenso de la dirección y en su propia habilidad para sortear cualquier posible oposición. Quienes, como Deutscher y otros historiadores de significación trotskista, quisieron ver en él una voluntad de democratización del régimen, erraron.
No transformó el sistema político que se siguió basando en el monopolio del poder por el partido. La desestalinización fue un proceso tímido y no concluido que abrió una especie de conflictiva caja de Pandora para sus sucesores y que, por otro lado, tenía como objeto una cierta liberalización o ampliación de la tolerancia, siempre sujeta al criterio de quienes mandaban, y no, en absoluto, una democratización real. Uno de sus adversarios, Molotov, afirma en sus memorias que Kruschev "conocía tanto de teoría como un zapatero" y resulta bien cierto que a él no le guiaron motivos de principio en la desestalinización como no fuera la conciencia de lo que había significado la dictadura para sus conciudadanos. Pero si Kruschev en parte contribuyó a hacer desaparecer algunos de los peores aspectos del "Telón de acero", también construyó el Muro de Berlín.
Él mismo fue un heredero de Stalin y su vida no puede entenderse sin partir de esa realidad. Quizá el aspecto más positivo de su etapa de gobierno fue que el deseo de controlar la sociedad fue en parte sustituido por la voluntad de atender a sus necesidades. A diferencia de su antecesor, lejos de utilizar el terror sistemático pensó que mediante campañas de agitación podría galvanizar al conjunto de la sociedad. Pero, sobre todo, durante su etapa empezó la rehabilitación de millones de seres humanos mientras que abandonaban los campos de concentración un número semejante de individuos. Un temprano biógrafo, Roy Medvedev, tiene razón, en suma, cuando afirma que dejó mejor a su país que como lo había encontrado.